Vicente Ferrer nació en Valencia
el 23 de enero de 1350. Fueron sus padres Guillermo Ferrer, notario público, y
Constancia Miguel, personas virtuosas y distinguidas en la caridad con los
pobres. Tuvieron tres hijas y tres hijos. Los padres le inculcaron desde
muy pequeño una fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un
gran amor por los pobres. Lo encargaron repartir las cuantiosas limosnas
que la familia acostumbraba a dar. Le enseñaron también a hacer una
mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión de Cristo, y cada sábado
en honor de la Virgen Santísima. Estas costumbres las ejercitó durante toda su
vida
A
los siete años recibió la tonsura clerical. A los once era Beneficiado
de la parroquia de Santo Tomás. Y a los diecisiete, ya postulante dominico.
Tenía tanta calma como ardor. Tanta pasión como razón. Y todo, dominado por
el amor de Dios.
Durante su
juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones y, además, como era
bien parecido, varias mujeres de dudosa conducta se enamoraron de él y como
no hizo caso a sus zalamerías, le inventaron terribles calumnias contra
su buena fama. Todo esto lo fue haciendo fuerte para soportar las pruebas que le
iban a llegar después.
En 1370, a los veinte años,
Vicente Ferrer se incorporó a la Orden de Santo Domingo. Era un joven
de inteligencia prodigiosa, viva imaginación e ingenio penetrante.
Siendo un
simple diácono lo mandaron a predicar a Barcelona. La ciudad estaba pasando por
un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no llegaban. Entonces
Vicente anunció en un sermón que esa misma noche llegarían los barcos
con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento, el superior lo regañó
por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía estar seguro de que
iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al día siguiente el
pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el predicador. Los
superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar desórdenes.
Para
formar a un dominico eran necesarios quince años de estudios. Estudió dos
años Lógica en Barcelona. Y enseñó en Lérida otros dos años la misma
materia. Luego volvió a Barcelona para estudiar cuatro cursos de Teología.
Después, en Touluose, hizo un curso especial de Teología, que le abrió
a la corrientes teológicas del momento.
A los
veintiocho años recibió, con calificación "Summa cum Laude", el
doctorado en Teología y se dedicó a la enseñanza de la ciencia sagrada durante
ocho años en las universidades de Valencia, Barcelona y Lérida.
Volvió a Valencia cuando tenía veintinueve años y fue ordenado sacerdote.
Elegido prior de su convento, tuvo que renunciar a los pocos meses, porque su
comunidad estaba dividida, como toda la Iglesia, a causa del Cisma de Occidente.
Durante cuarenta años luchará por la unidad de la Iglesia, dividida por
el cisma "lamentable y doloroso", división que le hizo sufrir
mucho.
San Vicente Ferrer reconoció primero al
Papa de Avignón (el Papa Luna), de quien fue confesor y ante
quien rechazó el nombramiento de
obispo. Posteriormente, viendo el escaso interés de dicho Papa para solucionar
el Cisma de Occidente, le abandonó y recorrió diversas regiones aconsejando a príncipes y
logrando que retirasen su obediencia a los Papas aviñonenses, por el bien de la
Iglesia. En este propósito coincidió al final con Catalina de Siena.
Vicente estaba
muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida entre dos Papas y había
muchísima desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a punto de morir. Pero
una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de San
Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a predicar
por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó inmediatamente la
salud. En adelante, Vicente recorrerá el norte de España, y el sur de Francia,
el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente, con enormes
frutos espirituales.
Así, Vicente Ferrer se siente llamado por Cristo a evangelizar Europa. A partir de ese
momento recorre comarcas de España, Alemania, Francia, Bélgica, Holanda,
Italia e Inglaterra, predicando en plazas, caminos y campos.
Los primeros
convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de 10,000 judíos
y otros tantos musulmanes o moros en España.
Las multitudes
se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba. Tenía que predicar
en campos abiertos porque las gentes no cabían en los templos. Su voz sonora,
poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y su pronunciación
sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a bastante distancia.
Sus sermones
duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las Siete Palabras en
un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se cansaban ni se aburrían
porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan propios para esas gentes, y
con frases tan propias de la Biblia, que a cada uno le parecía que el
sermón había sido compuesto para él mismo en persona.
Antes de
predicar rezaba durante cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia
de la palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía
en el suelo, ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a
otra (los últimos años se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en
un burrito).
En aquel
tiempo había predicadores que lo que buscaban era agradar a los oídos y componían
sermones rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio, a San Vicente lo
que le interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores. Y su predicación
conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz llegaba hasta
lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de pecadores
pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de tanta emoción.
Gentes que siempre se habían odiado, hacían las paces y se abrazaban.
Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo tenía que
llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a los
penitentes arrepentidos. Hasta 15,000 personas se reunían en los campos
abiertos, para oírle.
Después de
sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de hombres
convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo Crucificado;
y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la Santísima
Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a donde el
santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y con su
buen ejemplo conmovían a los demás.
Como la gente
se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su hábito para
llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes, rodeado de
un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y tablas. El
santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada penetrante que
llegaba hasta el alma.
Las gentes se
quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se disminuían
enormemente las borracheras y la costumbre de hablar de cosas malas, y las
mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban demasiada
vanidad. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte su modo de predicar y atacando
tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo las muchedumbres le escuchaban
con gusto porque notaban el gran provecho que obtenían al oírle sus sermones.
Vicente
fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos males.
Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión y de
la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la grave
obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía en la
gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio
de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con tanta emoción
que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su sermón porque el
griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
Pero el tema
en que más insistía este santo predicador era el Juicio de Dios que espera a
todo pecador. La gente lo llamaba "El ángel del Apocalipsis", porque
continuamente recordaba a las gentes lo que el libro del Apocalipsis enseña
acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El repetía sin cansarse aquel
aviso de Jesús: "He aquí que vengo, y traigo conmigo mi salario. Y le daré
a cada uno según hayan sido sus obras" (Apocalipsis 22,12). Hasta los más
empecatados y alejados de la religión se conmovían al oírle anunciar el
Juicio Final, donde "Los que han hecho el bien, irán a la gloria eterna y
los que se decidieron a hacer el mal, irán a la eterna condenación" (San
Juan 5, 29).
Los milagros
acompañaron a San Vicente en toda su predicación. Y uno de ellos era el
hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba el español,
el valenciano y el latín. Y sucedía frecuentemente que las gentes de otros países
le entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su propio idioma.
Era como la repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de
Pentecostés.
San Vicente se
mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran popularidad que le acompañaban,
y de las muchas alabanzas que le daban en todas partes. Decía que su vida no
había sido sino una cadena interminable de pecados. Repetía: "Mi cuerpo y
mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez de
mis culpas". Así son los santos. Grandes ante la gente de la tierra pero
se sienten muy pequeñitos ante la presencia de Dios que todo lo sabe.
Los últimos años,
ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al sitio donde iba a
predicar. Pero apenas empezaba la predicación se transformaba, se le olvidaban
sus enfermedades y predicaba con el fervor y la emoción de sus primeros años.
Era como un milagro. Durante el sermón no parecía viejo ni enfermo sino lleno
de juventud y de entusiasmo.
El santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con su marido, un frasquito
con agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo empiece a insultarle,
échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el otro no deje
de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente" producía
efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al marido, no
había peleas.
San
Vicente intervino en el Compromiso de Calpe y declaró rey de Aragón a Fernando
de Antequera, frente al Conde de Urgel.
En su vida ajetreada supo sacar tiempo y serenidad para escribir. En su obra
"Tratado de Vida Espiritual" se manifiesta como Maestro de Santidad.
En él aconseja oración, silencio, pureza, obediencia, humildad,
comprensión de los defectos ajenos, que hay que llevar a la espalda, para no
fijarse en ellos, y tener presente los propios, así como también conocimiento
de sí mismo, valor en las tentaciones, penitencia, paciencia en las pruebas y
perseverancia en la oración.
Todos los días San Vicente Ferrer cantaba misa y predicaba durante dos o tres
horas. Para él predicar es sembrar, derramar la vida, porque la vida se
conserva por la semilla. Es sembrar en las conciencias el grano del
Evangelio. Fruto de ese trabajo paciente eran sus sermones, que llenaban de
entusiasmo a las multitudes, en los que hay claridad, profundidad y riqueza de
imágenes. En estos sermones se aprecia su gusto por la magnificencia, la
música, la pintura, las flores y las misas bellas y solemnes.
El
Espíritu Santo enriqueció a San Vicente Ferrer con carismas proféticos de
evangelizador, taumaturgo, pastor de almas y constructor de la paz. En
nuestra Comunidad Valenciana se conoce bien la historia legendaria de sus
abundantes milagros que le envuelven u le mitifican, incluso antes de nacer.
San Vicente Ferrer murió en la ciudad de Vannes (Francia) el 5 de abril de 1419,
Miércoles de Ceniza, a la edad de
69 años. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que fue declarado
santo a los 36 años después de haber muerto (el 29 de Junio de 1455) por Calixto III,
a quien San Vicente le había profetizado "Serás Papa y me
canonizarás".
Su cuerpo se
conserva en Vannes.
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